Mi Vecino Franco
Por: Darío Valle Risoto
El hombre era un hombre silencioso, callado, hablaba poco y nada, se le escuchaba decir: buenas tardes, buen día, buenas noches y poco más. Yo sé muy bien que la mejor forma de hacerse notar en el lugar donde vivimos es precisamente el tratar de pasar desapercibidos. Es como una ley no escrita que los que somos tipos diferentes o raros, quizás ambas cosas, seamos más tarde o más temprano el centro de la atención.
Lo comprendí al instante, seguro que como yo se había quedado solo y no por elección sino por el simple hecho de que en determinado momento de su vida le había puesto un basta a las nuevas amistades. Lo sé porque alrededor de los cuarenta años me cansé de buscar amigos, me resultó demasiado trabajoso comenzar desde cero una nueva relación de amistad.
Observé también que intentaba seguirle la conversación a alguna vecina que saludándolo efusivamente y preguntaba sobre su vida y circunstancia. Nunca lo vi con malos modos, creo que llegué a admirarle la capacidad para escaparse por la tangente de tanta conversación liviana y plagada de inquietudes sobre si esto o aquello.
Así son los complejos habitacionales, por eso se llaman complejos, porque están habitados por gente complicada que no puede estar quieta, que hace ruido, que grita y prende las radios a horas impropias o sencillamente se tira con botellas por la cabeza. Le quise decir al hombre que mejor era irse a vivir solo a algún pequeño apartamento, al centro es lo mejor porque la mayoría son comercios y no hay esta asfixiante sobrepoblación.
El hombre era extremadamente alto y una cierta vez descubrí que hablaba con acento alemán o de uno de esos países de gente rubia del este de Europa. Su rostro era cuadrado, de mentón poderoso, tenía los ojos hundidos y nunca pude saber si eran negros o azules muy oscuros. Pienso si a estas alturas yo también soy un metiche en asuntos que no me conciernen. Me absuelve de ello que estoy tempranamente jubilado por una lección de columna que sobrellevo a fuerza de calmantes. Tampoco tengo muchos amigos y por afortunadamente carezco de familia.
Fue una tarde de invierno, casi de nochecita, lo recuerdo bien porque me crucé con él en las escaleras de acceso al edificio, al principio me sobresaltó su estatura que con su eterno traje oscuro aún parecía más opresiva, como si toda ella nos apretara el cuello con su presencia inesperada.
No sé porque me di cuenta de que iba llorando. Si, ese tipo aparentemente inexpugnable iba lagrimeando por la vida y justo un servidor se entera y allí además de las buenas tardes le deslicé un: __ ¿Le pasa algo mi amigo?
Nada me contestó, solo se tomó el ala del sombrero gacho y en esa especie de ademán y saludo me decía que no me preocupara. Ahora caigo en que otra de sus peculiaridades era que llevaba ese tipo anacrónico de sombrero. también me di cuenta de algo absolutamente inusitado: tenía cicatrices alrededor de ambas muñecas muy cerca de las manos. Cicatrices gruesas como si le hubieran puesto las extremidades luego de un terrible accidente.
No sé cómo me di cuenta de eso, no soy chusma, pero esta soledad me pone en peligro de transformarme en una de esas viejas chotas del edificio que averiguan todo de todos y todo el tiempo.
Aquella noche me costó dormir, el hombre se había metido en mi vida así como así. Tomé un libro de Onetti y lo abandoné a la tercera página, no podía seguirle el tranco a tanta pirueta literaria, tampoco me sirvió una manoseada revista Patorucito que nunca termino de leer. Lo mejor era tomarme unos mates en la terraza.
Allí volví a verlo, era como si estuviéramos conectados, en ese momento descubrí a ciencia cierta cuál era la ventana de su apartamento aunque si sabía que compartíamos la escalera pero él iba hacia un corredor lateral y le perdía la pista. Allí estaba alto en la oscuridad mirando a la luna o a la nada con su cabeza casi cuadrada, sus ojos hundidos y me imaginé sus cicatrices grandes y feas. Fumaba porque vi que prendía un cigarro de esos gruesos tipo cubanos.
Si hubiera sabido que esa era aquella la última vez que lo vería de verdad que hubiera juntado el valor para ir hasta su casa a preguntarle por que un hombre tan grande y de aspecto fuerte lloraba pero no lo sabía hasta que dejé de verlo.
Me sentí desolado durante varios días, no sé por qué, tal vez porque en nuestras soledades pertenecemos a una raza que se va extinguiendo de hombres como lobos solitarios que caminan entre millones de ovejas estúpidas. Me sentí mal por su enorme tristeza que era como una bandera ondeando frente a mis ojos no menos tristes diciéndome que el mundo solamente nos puede dar su incomprensión y que lo demás es puro carnaval.
Sabía que se llamaba Franco, alguna comadre me lo deslizó, seguro le habían mirado los recibos del la luz o del teléfono pero no sabía su apellido hasta que Nora la del doscientos cinco me lo dijo.
Hubiera preferido que no, que nadie me dijera que ese hombre era ese hombre y no podía ser otro porque entonces todo configuraba una nueva sensación de extremo temor, de un miedo cercano a lo terrorífico. No, no lo podía aceptar así que averigüé con otras damas que como prensa libre andan cuchicheando sobre la vida y obra de todos.
__ Si muchacho, se llamaba Franco Stein, era extranjero, por eso hablaba poco y nosotras que pensábamos que era un seco, pero seguro no hablaba bien el castellano.
__ ¿Está segura Amanda?
__ Pero claro muchacho, como si una anduviera mintiendo pero ya me enteré que le alquilaron el apartamento a otro extranjero. ¡Mirá Voz!, Se llama Larry Talbot y se muda este viernes.
Me quedé mudo, conocía ese nombre, no hacía falta deformarlo como el de aquel otro hombre, conocía ese nombre por lo que desde ese día las noches de luna llena tranco todo y me quedo encerrado.
FIN.
Este cuento es otra tarea para el Taller de Escritura, en este caso sobre el cuento: «Los Adioses» de Onetti y luego de conversar sobre el narrador testigo debemos ecribir un cuento con esas características o sea: contar la historia como un involucrado en ella que nos la cuenta.