El Retorno de Yith 8: Final

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El retorno de Yith 8 – Final
Por: Darío Valle Risoto

En la abyecta mente de la cosa, se debatía un conflicto entre volver a eliminar al extraño o cobrarse una demorada venganza contra el viejo ciego y su mujer la bruja. No cabían ni la moral, ni la ética ni mucho menos un sentimiento de justicia en ese cerebro putrefacto que se escondía dentro de la laminada forma de la cabeza de la bestia si es que se podía llamar de alguna manera. Más en alguna parte el grito de una niña se superponía como si desde el fondo de un oscuro túnel el eco del llamado de una justicia más antigua que la creación asomara la cabeza y pidiera… no: que exigiera que la misma se cumpla.

Así fue como la cosa que anidaba en la tortuosa joroba de Ariadne cobró rápidamente la vida de estos dos vómitos de la naturaleza humana y allí permaneció parada sobre sus garras descansando sobre un desparramo de piel, vísceras, cabellos y restos de los que antes fueran seres vivos pero no merecedores de dicho don.

Al salir de la vieja casa su larga cola golpeó el caldero y volcó este sobre parte de las brasas iniciando un incendio quizás reparador y probablemente necesario. De igual manera la voz seguía dentro de la bestia ahora intentando acallar esa forma, tratando de volver a ser lo que era y por lo tanto de intentar quizás una salvación que de ninguna manera podría sobrevenir.

Paul Stocard encontró otra biblioteca al final del otro corredor, de aquel que no tenía la mala imagen del cadáver que había acabado de encontrar, sin embargo al acercarse a los libros que cubrían tres de las paredes descubrió que sobre una repisa faltaba uno pero… ¿Cómo podía saberlo?

Abrió la enorme ventana de la biblioteca y un viento helado le anunció que la noche se iba a cernir sobre él y la comarca presagiando quizás algo que había temido más que la muerte y era su propia locura. Al mirar a la lejanía descubrió las luces del pueblo de Greenville que comenzaban a encenderse al caer la difusa luz del día. También vio una enorme columna de humo hacia el este, sin dudas era de un incendio y no supo como pensó en Ariadne.

__ Espero que no le haya pasado nada. —Dijo en voz alta quizás para convocar algo de buena suerte en un lugar donde esta parecía haberse marchado hacía centurias.
El libro pudo ser grande dado que la forma del polvo faltante determinaba que era un gran volumen sobre una especie de atril o tarima donde pudo ser fácilmente leído ya que a sus cuatro costados descansaban candelabros de pie con enorme velones negros.

Allá en Boston había conocido al profesor Carter quién daba clases en la universidad de Miskatonic.  Varias veces le había invitado a sus charlas sobre mitos y leyendas de Nueva Inglaterra y el viejo continente, pero nunca había conseguido el tiempo para asistir. De igual manera el veterano educador siempre le contaba cosas que parecían propias de la imaginación de un escritor demente, más no por eso menos interesantes o probablemente lo disparatado de aquellas historias era precisamente lo que les daba ese halo de interés.

Ahora parecía que todo estaba confabulado para no dejarlo irse de Greenville y para colmo de ello conocer a esa niña, casi una mujer, le despertaban sentimientos encontrados y  prohibidos. Se sentó en un enorme sillón apoltronado y se fue quedando dormido mientras todo se oscurecía a su alrededor.

A algunos cientos de metros de allí en el camino que llevaba al pueblo de Greenville una figura se detenía a oler el viento mientras que su cuerpo comenzaba a estremecerse y a cambiar nuevamente. No sabía cómo pero aquella voz de las profundidades más insondables de su primitivo ser habían recobrado del dominio del mismo.

Paul se despertó en medio de una oscuridad tal que apenas cuando encendió un par de velas y recobró el ánimo, tuvo que luchar contra un naciente terror que le había puesto sus pelos de punta. Repasó el camino en su mente y tomando una lámpara de aceite que por suerte pudo encender. En su bolsillo derecho del saco encontró la linterna del hombre muerto que ya no volvió a encenderse por lo que sintió al menos complacido de encontrar la lámpara pero temía quedar de nuevo en penumbras por lo que trató de abandonar la casona lo antes posible.

Cuando dio el primer paso en el exterior se encontró con que bien podría estar en medio de un vacío espacial inmenso, una luna enferma casi rojiza poco ayudaba para tratar de reencontrarse con el camino de regreso pero afortunadamente al sortear el cementerio lo encontró y retomó el camino un poco más tranquilo.

Caminó por un espacio de tiempo indescifrable, por momentos le pareció que estaba definitivamente perdido en ese lugar y que era solamente el fantasma del tipo que fue deambulando por un pasado que creía olvidado. Hubiera dado en ese momento su alma por una petaca con whisky pero a esas alturas ya dudaba de tener un alma dentro de ese cuerpo que por el frío reinante comenzaba a dolerle y mucho.

No supo cómo llegó al hotel, le preguntó al conserje por la muchacha y este le dijo que estaba bien. Mientras cansado y al borde del desmayo subía la escalera el abuelo le dijo que a la mañana un viajante que vendía de pueblo en pueblo iba a pasar por ahí y quizás podía acercarlo a la ciudad más próxima donde tomar su tren.
__ Muchas gracias, caballero. __Le dijo y entró a su cuarto para quedarse completamente dormido y vestido sobre la cama.

 

__ ¡Próxima estación Portland! __Se escuchó por los parlantes de los vagones del tren.
Abrió un ojo y luego el otro, estaba sobre su asiento de forma muy incómoda, se había dormido sentado y le dolía todo el cuerpo. Su portafolio descansaba sobre el piso, se le había caído y estaba abierto mostrando los documentos que llevaba a la junta que se iba a efectuar en la Prensa del Este.

Miró su reloj, estaba a tiempo de llegar, rentar un cuarto y darse un baño antes de que dieran las nueve, la hora de trabajar.
Se dio masajes en el hombro derecho, le dolía de forma infernal, tomó el bronco dilatador del bolsillo del portafolio y se dio una dosis.
Poco a poco recobró la movilidad, arregló los documentos lo cerró, miró por la ventanilla. Afuera el típico paisaje campestre del este comenzó a mostrar casas de campo, luego barrios bajos y finalmente los edificios crecieron hasta mostrar una modesta pero gran ciudad que es Portland.

Antes de bajar pensó en que durante la noche había soñado algo pero no recordaba que, de todas maneras sin saber exactamente sobre que había sido su sueño estaba seguro de que era una pesadilla porque el corazón aún le palpitaba de forma extraña.
Al abandonar el tren tomó un taxi en la estación, el chófer era un indio que escuchaba música de su país a todo trapo y le tuvo que pedir que baje el volumen porque comenzaba a dolerle la cabeza.

Fue cuando se estaba bañando en el hotel que comenzaron algunas imágenes como flashes a mostrarle cosas antes nunca imaginadas pero que de alguna manera eran demasiado convincentes como para ser producto exclusivo de su imaginación e inexorablemente comenzó a hacerse a la idea de que todo eso que se le volvía a despeñar de sus más oscuros recuerdos eran parte de algo tan vívido como real y espeluznante.

Cuando por fin terminó de darle forma a cada uno de esos recuerdos se tiró por la ventana del doceavo piso.

FIN

El Retorno de Yith 7

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El retorno de Yith 7
Por: Darío Valle Risoto

El camino a la mansión Stocard estaba prácticamente cubierto por la misma gramilla amarillenta con olor a podredumbre de toda la zona. Paul subió los ocho escalones hasta la casa, la breve escalera era de un mármol blanco que estaba completamente sucio y cubierto de enredaderas. Toda la enorme mansión estaba invadida por unas enredaderas extrañas que como brazos sibilantes lo cubrían todo, hasta parte de las grandes ventanas de doble hoja.

De todas formas y pese al evidente paso del inexorable tiempo la casa parecía tener buena salud, lo que comprobó al entrar sin dificultad porque la gran puerta del frente cedió sin problemas a su empuje, demostrando que nadie se había preocupado en cerrarla bajo llaves.

Un chirrido como especie de lamento del hierro le hizo sonreír como para ocultar sus propios nervios al dar un paso dentro de la casa y seguramente a un pasado que nunca hubiera querido saber ni menos enterarse.

Rápidamente repasó en su memoria inmediata la extraña sensación de haberse quedado en esa ciudad o pueblo de Greenville a razón de dormirse camino a un trabajo que la verdad ya no le importaba absolutamente nada, porque en su profundo y abismal interior sabía que jamás su vida volvería a ser la de siempre tras haber bajado de ese aciago tren en las comarcas de la mágica Nueva Inglaterra.

Por un momento se sintió perturbado por la enorme sala de entrada con una gran escalera en frente que mostraba cuadros cubiertos por el moho, seguramente de viejos familiares de la dinastía Stocard. No pudo evitar sentir que ahora era definitivamente alguien en la vida aunque en su mente resonaban las historias de un viejo esclavista y su mujer de raza negra, la que era sinónimo de magia y brujerías antiguas y por ende perseguida por un cristianismo que a sangre, muerte y fuego pretendía enseñar amor.

En su imaginación a punto de sucumbir al miedo pudo ver como transparentándose a viejas estampas de tiempos de la conquista en que un hombre regordete con la clásica peluca blanca pateaba en el piso a una esclava negra de particular belleza. Ella le miraba con odio pero sin proferir un solo grito o demostración de dolor.

__ ¡Maldita perra!, ¡Ya vas a aceptar que hay un único dios y es blanco y que ustedes los malditos negros son la descendencia del mismo diablo! __Le decía alcoholizado y demente mientras sus botas le daban golpes en las costillas a la mujer desnuda.

Paul se quitó los lentes y se rascó la cabeza, los limpió con su pañuelo y miró al techo, allí había pintados ciertos pasajes bíblicos que ahora permanecían prácticamente borrados por el paso de los años. Al subir por las escaleras de mármol al primer piso sintió el viejo aroma de la humedad y la corrosión junto a una especie de halo frío que le hizo erizar los pelos de la nuca. Al ponerse los lentes quedó en frente a un enorme cuadro con su quizás abuelo lejano.

Había dos corredores a izquierda y derecha con ese inquietante cuadro en medio, contó seis habitaciones por lado además de otra escalera que conduciría a una segunda planta o quizás al ático. Estaba un poco oscuro, encontró una lámpara de aceite pero fue inútil prenderla. Hasta que un bulto a su izquierda le pareció familiarmente humano y en la semi oscuridad encontró lo que nunca se hubiera imaginado.

Era el cadáver de un hombre con evidentemente algunos años en ese lugar, tenía a su costado una mochila donde encontró una proverbial linterna. El hombre yacía sentado contra una pared casi arrinconado junto a una vieja estatua. Tenía el cuello partido y apenas se podían determinar sus facciones porque estaba completamente carcomido por el paso de los años que no podían ser menos de veinte o treinta.

__ Howard Craftlover.
Una vieja tarjeta apenas legible daba su nombre y que era de nacionalidad inglesa. Paul se preguntó que estaría haciendo allí y a la vez al comprobar que la linterna por suerte seguía funcionando la volvió a apagar porque desconocía cuanto podrían durar sus viejas baterías.

Había una navaja de dimensiones bastante interesantes, un sombrero, una brújula y una libreta de apuntes que guardó de nuevo en la bolsa y tras sacudirla del polvo con mucha presteza se colgó en el hombro.

Las paredes del primer piso supieron tener papeles pintados con interesantes diseños marítimos, no debía olvidar que las costas estarían suficientemente cerca de ese lugar como para que todo lo relacionado con el magnífico mundo del mar tuviera relevancia. Más el pulpo que en primer momento parecía engalanar las paredes tenía algo de extraordinario. Era un dibujo particularmente raro, a primera vista parecería una flor pero al acercarse a uno que estaba bastante mejor conservado encontró cierta semejanza entre la cabeza del animal y el diseño que había visto en la estatua de la plaza de Greenville e inmediatamente una palabra se coló en su mente como si hubiera surgido de una atávico conocimiento que jamás debió resucitar: Yith.

En determinado momento sintió una especie de mareo y al intentar abrir la ventana que se enconaba al final del corredor sintió como una vacilación a su alrededor y una especie de conmoción que lo hizo apoyarse en una de las paredes al mismo momento que todo a su alrededor comenzaba a desaparecer devorado por una oscuridad que no provenía de ninguna parte en especial.

El viejo ciego abrazaba a su mujer por detrás mientras ella seguía revolviendo una pequeña olla que calentaba sobre la cocina a leña. Adentro un líquido verde espeso lanzaba aroma a diferentes hierbas.

__ Te dije que ese libro lo sabe todo, todo. __Le dijo con su boca casi carente de dientes mientras miraba a una cercana mesa donde descansaba “un viejo volumen”
__ Solo la Biblia lo sabe todo.
__ ¡Por favor mujer!, ¡A veces no sé cuando hablas en serio o estás siendo sarcástica!
Ella lo apartó y comenzó a reírse de forma demencial mientras se quitaba las ropas, su marido sonriendo comenzó a acariciarla hasta que algo los detuvo en seco.

Algo se arrastraba hacia la casa, algo que ambos habían evitado reconocer porque lo esperaban desde hacía tiempo y sin embargo querían que jamás llegara porque era entonces el agorero anuncio del fin de su tiempo.
__ ¡Debiste quedarte en su espalda maldita peste inmunda!. ¡Debiste alimentarte de la niña sin jodernos!

La Bruja completamente desnuda y mostrando su cuerpo carente por completo de algún atractivo apenas si pudo llegar a acercarse a una cuchilla de cocina que pretendía usar para alejar a aquella cosa. Un rápido movimiento de uno de sus tentáculos la penetró por el estómago y subiendo por dentro de su cuerpo salió por su boca levantándola a toda ella como si fuera un enorme y gordo títere de carne sanguinolenta.

Aunque carente de una visión normal Desmoines lo pudo ver todo dentro de su cabeza hasta que para él también fue demasiado tarde.

Continuará.

El Retorno de Yith 6

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El retorno de Yith: capítulo sexto
Por: Darío Valle Risoto

__ ¿Por qué no lo mataste? __Dijo la voz a su espalda mientras sentía que esa cosa comenzaba a moverse.
__ ¡Déjame en paz! __Gritó Ariadne mientras cruzaba los brazos delante de sus breves pechos y caminaba con la cabeza baja. Detrás había dejado su bolso sobre los pastizales, ya no le importaba ese tipo de pequeñeces.

Dio vuelta para ver si se podía ver a Paul pero este seguramente había entrado en el bosque, era un tipo demasiado valiente o demasiado estúpido para ir en esa dirección cuando ella le había suplicado que se vaya de esa comarca infernal.

Se detuvo un instante, la cosa se movió sobre su hombro y sintió su aliento fétido sobre su mejilla izquierda, también como su vestido comenzaba a rasgarse a su espalda. Se arrodilló sobre la gramilla amarillenta y húmeda y hundió sus uñas en la tierra sintiendo que otra vez comenzaba a ser parte de algo inusitadamente abominable.

Paul entró al bosque y descubrió que el silencio era extrañamente desagradable, parecía que no había pájaros o estos simplemente habían dejado de cantar por alguna razón, de todas maneras sentía que millones de ojos invisibles le estaban observando pero se lo adjudicó a la suma de miedos engendrados desde que había descendido del tren en ese pueblo. Miedos que había ocultado o tratado de disimular en nombre de su masculinidad, la misma que ahora parecía irse alejando estrepitosamente cuando un ahogo importante le hizo apoyarse contra un árbol para toser frenéticamente. En ese mismo instante los pájaros comenzaron a cantar.

Se quitó los lentes y con un pañuelo los limpió detenidamente, al mirar sin ellos en medio de esa acuosa imagen el bosque a su alrededor cobraba formas inenarrables por lo desmedidas para una mente que se pensaba lúcida.

Por un instante pensó en retornar sus pasos y correr hasta la muchacha y definitivamente intentar nuevamente convencerla de irse juntos a Portland, a Boston, a donde sea pero lejos de ese lugar perdido de la mano de dios.

Pero Paul no sabía que en aquella parte del mundo dios no tiene precisamente manos.
Afortunadamente tras caminar por espacio de media hora encontró un sendero que de seguro conducía a la abadía o al cementerio, a fin de cuentas se encontraban juntos y como suele ser en esos casos, hermanados por la muerte y ese deseo absurdo de los hombres por la vida eterna.

No se equivocaba, tras transponer una empalizada encontró el bendito cementerio que no era más que una delirante conjunción de cruces celtas, túmulos y lápidas derruidas o destrozadas por el tiempo. Parecía el reino del cuervo por la cantidad de aves de negra hechura que parecían mirarle solemnes y expectantes desde sus altares de piedra o ramas de retorcidos árboles secos.

La vieja abadía era apenas un edificio pequeño carcomido por el tiempo que tuvo alguna vez una doble puerta y ahora solo mostraba la boca abierta a una gran sala con los bancos podridos y al final sobre el altar una enorme cruz de madera que una vez estuvo colgada pero al caerse se veía amenazadoramente invertida solo sostenida por una cadena prendida a lo que era su pedestal.

__ ¿Cómo pudo darse vuelta?, ¿Alguna tormenta?, ¿Debería persignarme?
Paul miró a los vitrales que estaban destrozados, solamente uno con la imagen de San Jorge se mantenía bastante sano aunque en este caso le extrañó que en vez de un dragón debajo de su lanza hubiera un ángel.
__ No se puede negar que es original. __Dijo en voz alta, mientras prendía un cigarrillo y recordaba que los muros grises detrás de la abadía que se podían ver entre las paredes rotas de seguro daban lugar a los terrenos de la mansión Stocard de la que le había hablado el hombre ciego.

A lo lejos Ariadne profirió un grito desgarrador cuando la cosa entró por todas las aberturas de su cuerpo como le era habitual y en medio de las contracciones y la pérdida de sangre volvía a adueñarse de su vida y sus acciones haciéndola mutar en algo que nunca hubiera querido ni la persona más demente del planeta.
Retorciéndose quedó completamente desnuda pero ya no era ella sino algo muy diferente, más grande pero al menos… sin joroba.

Paul disfrutaba su cigarro cuando creyó sentir un grito lejano pero se lo adjudicó a su imaginación evidentemente alterada por los acontecimientos. Entre las butacas reconoció las huellas sobre la tierra de yantas de motociclistas, cerca del altar encontró botellas rotas de cerveza y un vieja y podrida bandera confederada. Al ver nuevamente a la enorme cruz invertida sonrió porque de seguro habían sido los motoqueros quienes como era habitual se divertían con todo lo que fuera síntoma de cristianismo.
De todas maneras el cómo ex estudiante del sagrado corazón en Nueva York cuando era un niño, tampoco guardaba buena idea sobre los cristianos, católicos o cualquier tipo de esas mierdas.

Al costado del altar encontró a Jesús.
Se sobresaltó pensando en que era alguien muerto o escondido en el piso a un lado de lo que fuera una caseta de confesiones, pero se trataba de una estatua de tamaño natural del salvador de la humanidad. Tenía claramente la marca en la frente de un disparo a quemarropa. También le habían escrito obscenidades con marcador en toda su túnica blanca.
__ Puto, asesino, marica, judío, jabón, mexicano, come mierda, etc. __No todas eran obscenidades, al menos para él. ¿Pero quien entiende la mente de estos locos motorizados?

Por un momento le asaltó la idea de que aún estuvieran por allí pero de seguro todo eso había pasado hacía un tiempo considerable dado el estado de abandono y la bandera del sur que lucía podrida. No sin cierto trabajo puso de pie la estatua que se encontraba en actitud de rezar. Pensó en enderezar la cruz pero era muy pesada y a fin de cuentas no era para hacerla de buen cristiano que estaba en ese lugar, la verdad que no tenía la menor idea de lo que estaba haciendo en esa parte olvidada del mundo mientras sentía que de llegar la noche era hombre muerto solo por quedarse otra vez en ese sitio.

Salió rápidamente de la abadía, antes de retirarse miró al rey de los judíos y sonrió, tiró el pucho a un costado y enfiló contra un muro de piedras que daba lugar a un enorme espacio con los pastizales muy crecidos, allí también encontró rastros del paso de innumerables motos.

Al bajar por un leve declive y dejar el cementerio y la dichosa abadía a su espalda vio la mansión de los Stocard, la que no estaba tan mal como imaginaba pero era evidente que hacía muchos años que nadie vivía allí, de todas maneras al consultar su reloj se dio cuenta de que ya eran las dos de la tarde y que en esos lugares con ese cielo completamente gris podría anochecer más temprano de lo esperado.
Se sintió culpable por no haber traído consigo una linterna y quizás algo con que defenderse. E inmediatamente se dijo que nada había alrededor que pudiera hacerle daño, más que sus propios miedos.

Continuará.

El Retorno de Yith 5

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El retorno de Yith: capítulo quinto
Por: Darío Valle Risoto

Caminaron en silencio. Paul no sabía cómo comenzar una conversación pero al mirarla veía en su rostro la satisfacción de sentirse bien. Ariadne le sonreía y por momentos parecía una niña de diez años pero en otros una joven mujer, era como si cada paso que daba encerrara una extraña magia que la hacía navegar en el tiempo a través de su apariencia realmente atractiva.

El camino zigzagueaba detrás del hotel y se alejaba de la ciudad, a lo lejos las colinas del este y quizás hacia el norte ese cielo extraño ya fuera Canadá aunque parecía que esa zona de Nueva Inglaterra estuviera más allá del tiempo y la distancia.

Paul tragó saliva y le señaló un árbol que solo y perdido adornaba una leve colina, a su lado había una especie de corral de piedras lleno de gramilla pero suficientemente cómodo para sentarse y descansar un poco.

__Este es el árbol de los ahorcados.
__ ¿Qué?
Ella le señaló una extensión del tronco que casi permanecía horizontal, fuerte y nudosa a unos tres metros del suelo. Debajo la tierra tenía una especie de círculo donde no crecía la hierba, era una tierra diferente, era difícil explicarlo.
__ Aquí los que sentenciaban a muerte eran colgados hasta morir, en las noches de tormenta si miras bien hacia el árbol, desde cualquier parte del pueblo durante una noche de tormenta eléctrica verás la sombra de alguno de los muertos.
Paul la miró, ella sonreía con una especie de triste rictus de resignación, le puso la mano sobre una de las de ella y la muchacha no se movió, sintió su perfume y el viento movió sus largos cabellos haciendo que el momento pareciera realmente fantástico.

__Ya no me importa irme a Portland, ni perder mi trabajo, ni nada, solo quiero quedarme contigo.
Ella quitó la mano y la juntó a la otra apretándolas hasta que quedaron sus nudillos blancos.
__ Este pueblo está corrompido, si te quedas serás uno más de nosotros y eso no se lo deseo a nadie en esta tierra, sería horrible. __Y rompió a llorar.
El la apretó contra su pecho sintiendo que las lágrimas le empapaban la camisa, el sollozo pasó a ser un llanto con ahogos.
__ ¡Cálmate!, No puede ser tan terrible, no olvides que vivo en Nueva York. ¿Qué puede ser peor que eso?
Miró a las colinas y sintió una especie de mareo al pensar en que había perdido completamente la noción del tiempo en que estaba en ese pueblo, de la distancia que lo separaba del mundo real y hasta comenzaba a dudar de no estar viviendo un sueño muy extraño.

__ Ese círculo de tierra marca donde caían los ahorcados cuando cortaban la cuerda que los sostenía por el cuello. Algunos no estaban muertos del todo y entonces les disparaban, dicen que era todo un espectáculo. Hay gente en este pueblo que entre otras cosas quiere que retornen esos tiempos. Yo no estoy de acuerdo.
__ Podrías venirte conmigo a la ciudad, se que parece una idea terrible pero es que no quisiera dejar de verte.
Ella con los hermosos ojos húmedos se acercó peligrosamente a su cara y lo miró fijamente y ya sin llorar le dijo que no sabía lo que estaba diciendo, que era presa del
conjuro de esa comarca del infierno.

Paul sintió hambre, en ese momento se culpó por no haber llevado nada pero ella si, en su pequeño bolso tenía un par de sándwiches de jamón y dos botellas de refresco.
__ Pensaste en todo, gracias.
Comieron y bebieron en silencio.
__ Me gusta tu vestido, y tus… zapatos.
__ El vestido es nuevo, estos zapatos me los regalaron, son especiales, bueno: uno de ellos. Disimula mi renguera pero es muy pesado así que prefiero cojear a tenerlos puestos.
__ Y te los pusiste por mí.
Ella permaneció en silencio.

__ ¿Qué hay del otro lado de aquel monte?
__ El cementerio municipal, la mansión de los Stocard que permanece abandonada y su vieja capilla que hace unos años fue reparada pero ya no se usa, casi no quedan cristianos a muchos kilómetros a la redonda.
__ Me gustaría ver la casa de mis ancestros, supongo que algo tengo que ver con ellos ya que tenemos el mismo apellido, aunque nunca me dijeron algo al respecto de lo que el ciego me contó.
__ Ese hombre es realmente malo, no le aconsejo que hable con él, no se confíe en que sea ciego. El viejo Desmoines y su esposa, esa bruja maldita son de lo peor de estos lugares y eso es mucho decir.
A Paul le pareció muy extraño que la sola mención del ciego haya despertado tal rictus de furia en la chica, ahora sí que parecía una adulta. Pero supo en su mirada que tenía sobradas razones para decirle eso. Además cuando había hablado con el había sentido en todo momento como que algo no estaba bien en el tipo y no era por sus ojos blancos precisamente.

__ Es un viejo violador de mierda.
__ ¿Abusó de ti?
__ No fue el único, en estas tierras malditas una joven mujer es presa fácil del culto a Yith. __No lo dijo ni con tristeza ni con resignación, le contó eso como quien habla de cualquier cosa, tal era el grado con que vivía las tristes experiencias de su vida. Paul sintió que un profundo ahogo le oprimía la garganta y tuvo que ir detrás del árbol para vomitar.

__ ¿Quién mierda es el puto Yith? __ Fue lo primero que le preguntó mientras se limpiaba la boca con un pañuelo y trataba de encender un cigarro.
__ Es la religión de estas comarcas, el les da sentido a sus vidas, el les alimenta y les mantiene en pie a través de los años, no creerías la edad de algunos pobladores de Greenville pero todo tiene su precio. Yo antes no era así.

Ariadne dio levemente vuelta la cabeza como para señalar su joroba.
__Pero Desmoines me contó que tus padres no te quisieron por ser… así y que te trajeron con tu abuelo y después murieron en un accidente.

__ Era muy pequeña, ellos vinieron conmigo al pueblo, fue hace mucho, no te lo imaginas, la gente me eligió por ser virgen y casi una niña, mis padres se rehusaron y fueron colgados en este mismo árbol, a la misma vez mirándose a las caras.
__ ¡No puede ser!
__ No me interesa que me creas, solo vete cuanto antes de aquí.
Dicho esto la joven se dio vuelta, recogió su bolso y caminó de regreso al pueblo sin mirar atrás.

La iba a seguir pero no podía mover las piernas, estaba realmente aterrado por lo que acababa de escuchar, no podía ser cierto, no era posible ese tipo de barbaries que solo ocurren en las películas de terror clase B.
Miró al otro lado del árbol, la colina bajaba en leve declive con sus pastos amarillentos y sus tierras negras, una especie de camino de piedras marcaba una senda entre los árboles a unos cien metros al este, más allá el cementerio y la mansión Stocard según la chica.
Mientras tomaba ese rumbo sintió que no hacía menos de dos días que estaba allí sino mucho tiempo más y comprendió entonces que jamás podría dejar ese lugar sin saberlo absolutamente todo.

Continuará.

 

El Retorno de Yith 4

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El retorno de Yith: capítulo cuarto
Por: Darío Valle Risoto

Estaba sentado casi frente al hotel. La muchacha salió a tirar agua en la calle, seguro estaba baldeando los pisos de baldosas blancas y negras en damero del hall de entrada. Paul levantó una mano saludándola, ella pareció no verlo.

__ Ariadne es hermosa, realmente. ¿No le parece? __Dijo el hombre ciego.
__ ¿Cómo se dio cuenta?
El viejo se empinó el resto de su botella de cerveza sonriendo.
La muchacha volvió a entrar al hotel, evidentemente cojeaba pero a esa distancia casi no se le notaba la joroba.
__ ¿Es hija del dueño?
__ No, es su nieta, cuando murieron sus padres, la trajeron desde Seattle, recorrieron medio país para deshacerse de la renguita… unos hijos de puta. Pero Yith les dio lo que merecían. Cuando regresaban a su ciudad se cayeron con camioneta y todo por el barranco en las afueras de Marble Hall, ambos decapitados por el parabrisas. El cinturón solo sirvió para sujetar los cuerpos pero las cabezas rodaron por ahí. __Lanzó una carcajada tan contagiosa que Paul se rio también con cierta culpa.

__ Creo que soñé con ella, pero no me atrevo a contarle lo que soñé, no quiero parecer un hombre indecente.
El anciano cerró los ojos, manoteó el bolsillo de su camisa y comenzó a armarse un cigarrillo, evidentemente a pesar de ser ciego era ducho en el armado además de darse cuenta de muchas cosas.
__ Bueno, creo que es hora de irme a dormir. __Agregó el anciano tras encender su cigarrillo y llenar el aire de un perfume ocre.
__ Fue un gusto conversar con usted.

Paul cruzó la calle, ya no tenía dudas de que su misión de viajar a Portland había quedado abandonada por algo que le era imposible de definir, sentía la sensación de que una voz antigua, ancestral, casi olvidada le obligaba a quedarse allí para siempre. Él “para siempre” en su cabeza le hizo sentirse mareado y no bien entrar al hotel se sentó en uno de los viejos sofás delante de la estufa a leña que permanecía apagada.

Los pisos aún estaban húmedos, evidentemente la muchacha había limpiado, la vio detrás de una gran mesa secándolo con un trapo sucio que de vez en cuando retorcía sobre un balde metálico. Su abuelo leía sin siquiera inmutarse de que ella llevaba la escoba, el balde y el trapo con la clara dificultad de ser renga.
__ ¿Te ayudo?
__ No, gracias, estoy acostumbrada. No estoy enferma.
__ Por supuesto que no, solamente que estoy aburrido y podrías mostrarme el pueblo si terminamos antes. __ Ella levantó el rostro, era realmente bella, algo difícil de describir, como si las deformidades de su cuerpo fueran el pago maldito de tener una mirada de ángel y una sonrisa de otro mundo.
__ Espéreme afuera dentro de una hora porque mi abuelo no me dejaría salir con usted, así que me tengo que escapar. __Un sonrisita maliciosa iluminó su rostro ya radiante.

Paul subió a su habitación, se sentía eufórico, extraño, era como si fuera a tener una cita con una enamorada, con una mujer hecha y derecha pero esa muchacha renga y jorobada era casi una niña. Debería sentirse culpable y sin embargo se cambió de ropa, nervioso y con unas ansias insoportables de estar con ella.

El abuelo cerró su eterno diario y caminó hasta la cocina, un hombre negro y extremadamente alto trozaba un cerdo sobre una mesa manchada de sangre. Era Nick, solo “Nick” el cocinero multiuso del hotel y único confidente del dueño.
__ Se va a encontrar con el extranjero, todo vuelve a repetirse.
__ De eso se trata ¿No?, para eso le servimos al señor de los océanos.
__ Lo sé hermano Nick, pero creo que en esta ocasión Ariadne mira con otros ojos al extraño, creo que está enamorada.
__ Ya tiene quince años, está en hora de tocar a un hombre y usted sabe que nunca me quiso por más que le he regalado muchas cosas.
El hombre se rió a carcajadas, abrió una vieja heladera General Electric y sacó una sucia botella con vino blanco, sirvió en dos vasos bastante opacos y le alcanzó uno al negro enorme que dejó su cuchilla a un lado, se limpió las manos en su delantal y tomó un largo sorbo.
__Ariadne tiene mejor gusto que un negro feo como tu hermano.
Nick abrió su gran boca coronada de enormes labios gruesos y mostrando la ausencia de varias piezas dentarias lanzó una carcajada.

El hombre ciego dio vuelta la calle seguido por su fiel perro bulldog hasta que tanteando con su palo a forma de bastón encontró el árbol que le indicaba que exactamente a cuatro pasos estaba la entrada de su rancho.
Lo recibió una mujer mucho más joven que él con rasgos indígenas, era su esposa, su enfermera y su amiga.
__ ¿Se emborrachó de nuevo?
__ Para nada Samantha y ya te he dicho que soy mayorcito y me puedo mamar cuantas veces se me antoje, no seas tan castradora.
__ No sé qué significa: “Catadora”
__ “Castradora”: quiere decir que me cortas las bolas cada vez que me hechas en cara que tomo licor o cerveza o que fumo peyote. Quiere decir que un hombre con los huevos bien puestos es dueño y señor de envenenarse cuanto se le antoje. ¿He sido claro?
La mujer siguió lavando la ropa en un latón enorme de aluminio, su marido entró a la única habitación, la de ambos. Allí manoteó un viejo libro que siempre descansaba sobre un parador. Encendió dos velas, cada una a su lado, pasó las manos para comprobar el calor y luego deslizó sus manos sobre las páginas abiertas.
En su mente se comenzaron a dibujar extraños grabados muy familiares para él.
__ ¿Has tocado el libro? __ Le gritó a su mujer.
__ ¡Dios me libre!, Usted sabe que soy evangélica.
__ ¡Evangélica mis cojones! ¿Acaso eres hija de la biblia cuando te la estoy metiendo por atrás?
__ Usted es un grosero.
__ Ja ja ja ja

Paul bajó al amplio hall del hotel, se había arreglado lo mejor posible, incluso se había puesto el perfume que solo usaba en juntas de negocios y que llevaba para su reunión en Portland. Pero ahora solamente quería volver a ver a la muchacha, era como si algo lo obligara a estar cerca de ella o morirse.
Nadie estaba al costado del hotel, solamente dos perros que se tironeaban un trapo sucio, más allá, bien atrás había un sauce llorón del que colgaba una vetusta hamaca casera, pensó en que Ariadne debería jugar allí justo cuando escuchó unos débiles pasos a su espalda.

__Espero no haber demorado mucho, el abuelo está con Nick en la cocina, de seguro se van a emborrachar y terminarán dormidos.
__ ¿Nick?
__ Es el único empleado del hotel, lleva años con nosotros, lo conozco desde que me trajeron mis padres… Bueno aquí estoy.
Parada y vista de frente nadie pensaría que levaba una triste joroba y que era coja, sin embargo: ¿quién puede asegurar que hay belleza completa o que está necesariamente debe ser como todos piensan?
__ Me gustaría caminar contigo, este pueblo me ha despertado una extraña sensación de que lo he visitado antes.
Ella caminó a su lado, pasaron el sauce y dejaron la parte trasera del hotel tomando un camino de tierra. De pronto Paul comprobó que ella ya no cojeaba y al mirar sus piernas vio que llevaba una bota especial en la más corta.

Continuará.

El Retorno de Yith 3

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El retorno de Yith: capítulo tercero
Por: Darío Valle Risoto

Nunca habían visto hombres blancos. cuando Ogumba llegó de su viaje a la costa cubierto de sudor y se postró de rodillas a contarle al rey de su hallazgo fue difícil creerle. Pero Ogumba era un guerrero de respeto, era el único que había matado a tres leones en toda la historia de la tribu.

__ Son hombres como nosotros pero tienen la piel del color de los frutos del árbol “Goki”, más claras aún y sus cabellos también son extraños, se mueven con el viento. Visten con pieles de animales desconocidos para mí. Todo es cierto señor, bajaron de grandes embarcaciones y se quedaron en la costa observando a la espesura, creo que no fui visto pero tuve que huir cuando se internaron por el este, creo que vienen en esta dirección.

Dos días después el primer cañón despertó a la tribu y los extraños cayeron como moscas sobre el ganado. Eran hombres los hombres blancos armados de truenos y fuego comenzaron a atar a los hombres y mujeres más jóvenes y mataron el rey. Al mediodía la tribu diezmada fue reducida a un par de cientos de prisioneros amarrados unos a otros mientras sus chozas ardían y cadáveres por aquí y allá evidenciaban que no habían tenido oportunidad.

Ni un solo hombre blanco fue muerto o herido, el factor sorpresa tomó a la tribu Aganti desprevenida y los esclavistas se hicieron con un buen botín. Ahmed recibió una bolsa de monedas de oro, veinte monedas para ser exactos de manos del segundo al mando del capitán Fergus Stocard.

Al atardecer Ahmed llamado: “el guía” y sus hombres se quedaron en tierra con el oro y algunos esclavos propios mientras que el bergantín: “Libertad” levó anclas rumbo a las tierras de América.

Alumbrado con los candiles de aceite el capitán repasaba el recuento de esclavos para vender en el nuevo mundo, eran un total de trescientos veintinueve hombres y mujeres de menos de treinta años promedialmente, algunos niños, un tercio de mujeres… ningún anciano.

Jeremahia y dos hombres golpearon a su puerta y le trajeron a una negra joven y desnuda que miraba no con miedo sino con gesto altivo a sus captores. Le notificaron que era la princesa Kanague y que se resistía al punto de que pensaban que era mejor tirarla por la borda.
Fergus la miró de arriba abajo y comprendió inmediatamente que estaba frente a una mujer no solo de singular belleza sino de espíritu indomable que no iba a ser fácil de cambiar. Pero el viaje era largo y era bueno tener en que entretenerse.

Paul caminó por la calle principal de Greenville y se detuvo en la sucia plaza, unos niños corrían detrás de un perro flaco y le arrojaban piedras, el último de ellos era aquel que había visto masticando una serpiente al llegar al pueblo. El muchacho de rostro plano, cabeza abombada y ojos de sapo lo miró y luego sonrió.

Encontró un diminuto bar donde pidió una cerveza que afortunadamente estaba suficientemente fría. Afuera se sentó en una dudosa banca de maderas despintadas que alguna vez fueron verdes. Junto a ella estaba un hombre ciego en una mecedora con un perro bulldog durmiendo a sus pies. El hombre ciego tenía los ojos completamente blancos, vacíos, llevaba un sombrero de paja casi deshecho y pitaba de una pipa de marlo.

__ Es nuevo por aquí, tiene un perfume que desconozco caballero. Yo soy Felipe Desmoines, para servirle si es que puede un viejo ciego servir de algo.
__ Paul Stocard, llegué y estoy esperando regresar a Portland por mi trabajo pero se ha tornado complicado.
__ No es fácil marcharse de este pueblo muerto, yo lo hice en el diecisiete para ir a la guerra que me devolvió sin vista pero no me quejo. Dios nos quita pero también nos da desde las insondables profundidades del cosmos. __Sonrió.
__ Interesante. __Paul bebió de su cerveza, estaba buena, era lo mejor que le había pasado desde que había llegado a esa mierda de lugar, a menos que el sueño de sexo pudiera calificar como bueno o…
__ ¿Me dijo Stocard?, La vida es sorprendente muchacho, hubo algunos Stocards en la casa de la colina hace como cincuenta años, eran adoradores de Yith, buena gente aunque no fueron comprendidos en su tiempo, este pueblo solía estar habitado por gentes muy ignorantes que desconocían al rey de los océanos.
__ ¿Yith?
__ No me haga caso, no hace falta, son cosas que un viejo recuerda pero usted que viene del mundo de afuera no necesita conocer, es una vieja leyenda sobre la creación del universo, de la vida misma, no me haga caso.
__ Tengo tiempo.
El viejo sonrió y bajó una mano para acariciar al perro. Paul le pidió dos cervezas más al muchacho del bar, prontamente se las trajo, por suerte bien heladas.
__ Gracias por la cerveza. ¿Por dónde quiere que empiece?
__ Por donde usted prefiera. __Le dijo sintiéndose realmente bien, tal vez por el alcohol, el sexo o la sensación de que de pronto el pueblo no le era ni tan extraño ni tan aterrador.

__Antes todo era agua, el universo era todo de agua pero hubo algo, una burbuja de aire que nació de la nada, tal vez fue el aliento de un dios primordial, nadie lo sabrá jamás pero esa burbuja hizo necesario que la gran masa de agua se retirara dejando a la vista los mundos, las tierras, los soles, todo este alboroto universal. __ Paul no pudo evitar sonreír y aunque el viejo era ciego sintió vergüenza de que se diera cuenta de ello. __Pero en el agua habitaban los dioses de Yith, Yith y su cortejo de primordiales, seres mega gigantescos que dejarían al universo del tamaño de un grano de maíz. Aún así fue necesario crear a los hombres para evitar milenios de zozobra entre las bestias de la tierra y de las profundidades. Es así mi amigo Paul, los hombres fuimos creados para gobernar a las bestias pero a su vez somos esclavos de Yith aunque no lo sepamos, todos somos hijos de un deseo, la concreción del sueño retorcido de un mega dios gigante.

Hace unos cientos de años un tal Fergus Stocard trajo esclavos a estas tierras americanas y se casó con la reina Kanague, una negra de una tribu del áfrica profunda que civilizó a fuerza de latigazos y largas lecturas de la Biblia. Algunos dicen que ella se sometió para que no tirara al mar a sus hermanos y que le dio siete hijos todos blancos como si su sangre nunca hubiera querido mezclarse con la del usurpador.
__ Algo me contó mi abuela de esa leyenda sobre mi ancestro, nunca la creí del todo.
__ Créala muchacho porque es cierta, usted tiene sangre africana en las venas y por consiguiente es probablemente un descendiente directo de Yith y por lo tanto todo este pueblo, yo y hasta este perro le debemos total respeto.
Paul lanzó una carcajada en el mismo momento en que nubarrones extraños cubrieron las colinas y comenzó a llover tempestuosamente, como si las palabras del anciano ciego hubieran soliviantado a la naturaleza.
__ Yith está disgustado conmigo. ¿Pero qué puede hacerme a estas alturas? Pídame otra cerveza y le sigo contando mi querido amigo.

Continuará.

El Retorno de Yith 2

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El retorno de Yith: Segundo capítulo
Por: Darío Valle Risoto

__Me llamo Paul Stocard y soy descendiente de los Stocard de Boston, ya lo sé, no es un linaje muy bueno si tomamos en cuenta que nuestra fortuna se hizo vendiendo esclavos pero en defensa de mis ancestros diré que eran los esclavistas más humanos que había en aquellos años.
__ ¿Y eso que significa?, Explíquese por favor.
__ Bueno, dicen que en 1761 cuando abolieron la esclavitud en Portugal mi tátara abuelo: Fergus Stocard fue de los primeros en aceptar el cambio de política y dejó libres a todos los esclavos de sus plantaciones en América, claro que…
__ ¿Claro que qué?
__ Bueno.__ Paul sonríe__ Resulta que los pobres negros no sabían hacer otra cosa y a fin de cuentas el tomarlos como empleados fue un negocio mucho más redituable porque ya no había que darles de comer o ayudarlos a criar a sus hijos… negocio redondo diría yo. Perdón por lo de: “pobres negros” pero… usted me entiende.
__ La verdad que no demasiado, pero prosiga, me parece interesante su historia.
__ Bueno, Fergus en uno de sus últimos viajes quedó prendado de una princesa Nubia que fue atrapada en el áfrica profunda y tras cierto tiempo la pudo civilizar y casarse con ella por medio de la iglesia episcopal del nuevo mundo. Así que así como me ve, corre sangre africana por mis venas.
__ Supongo que de allí viene esa predilección por las artes oscuras, la nigromancia.
__ Supone bien, aún así hay historias de Fergus de toda su vida, decían que había pactado con el rey Yith, una entidad del fondo del mar para que sus travesías cruzando el atlántico fueran productivas, pero todo tiene un costo, claro.

Paul se despertó totalmente cubierto de sudor, era tarde, había dormido toda la noche en esa incomoda cama del hotel Davenport. Por consiguiente había perdido toda esperanza de llegar a Portland a tiempo y quizás ya ni trabajo tenía.
Se restregó los ojos, las cortinas cubiertas de mugre y polvo parecían pieles humanas colgadas para tapar un cielo gris y plomizo y un sol moribundo.

Se sentó en la cama, había un olor a humedad insoportable. Pensó en su pesadilla, en el recuerdo de aquella conversación con su analista sobre el linaje de su apellido, pensó en que tendría que ver eso con lo que ahora le tocaba vivir en ese lugar de mierda apartado de todo atisbo de modernidad.

Bajó a desayunar, afortunadamente era el único huésped del hotel. La muchacha le trajo té y un par de croissants más un pote con manteca y algo de crema. Le pidió azúcar y se sintió culpable ya que su renguera le impedía caminar rápido. Un hombre viejo, de seguro su padre o abuelo, bajó las escalera y la agredió verbalmente para que se apure. Lo miró sin expresión y se fue detrás del mostrador a leer un periódico manoseado.

La muchacha le trajo un recipiente de forma extraña con el azúcar.
__Muchas gracias… sobre el auto que podría rentar… __La muchacha miró al hombre viejo, indudablemente era el abuelo y el dueño del auto. Paul se presentó, de pie fue a darle la mano pero el hombre apenas si lo miró sin dejar su periódico.
__ Imposible, está totalmente acabado, es un studebaker del 51, imposible.
__ Muchas gracias igual, de todas formas ya es demasiado tarde, perdí mi junta, así que ya ni modo, ni siquiera pude llamar por teléfono.
__ El hombre sacó un viejo teléfono de debajo del mostrador. Paul se golpeó la frente: __ ¿Por qué no lo había pensado antes?

No todo estaba pedido una secretaria le informó que la junta se había pospuesto una semana porque aún no había terminado la fusión de su compañía de prensa con el consorcio inglés y que le habían avisado a todos menos a él porque no lo habían podido localizar.
__ Sí, estoy en Greenville, no estoy lejos… supongo. __Del otro lado cortaron sin despedirse.

__ Al mediodía mañana el señor Larson llevará unos corderos a la granja Monegal, el hijo tiene una camioneta, podría acercarlo a la carretera y allí tal vez alguien lo acerque a su destino. __Le dijo la muchacha.

El abuelo cerró el periódico y lo puso con firmeza sobre el escritorio y miró a su nieta de arriba abajo y luego al cliente, después escupió en uno de esos recipientes de plata y se retiró.
__ ¿Cómo te llamas niña?
__ Ariadne.
La muchacha sonrió apenas y apenas eso pareció iluminar el cochambroso hotel y toda la comarca.

Paul volvió a subir a su cuarto, abrió las ventanas, un aire enrarecido penetró con olor a tierra mojada, humedad y pastos amarillentos. Era como el aroma de una vieja granja donde todo se había podrido por acción del abandono.
Se sentó en la cama y volvió sentir un sueño que lo obligó a quedarse atravesado en la cama, somnoliento.

Alguien entró a la habitación. Sin sus lentes y casi dormido vio una débil figura, una silueta de mujer que se quitaba el vestido, algo lo rozó en las piernas, algo comenzó a subir por ellas como si fuera una suerte de juego de tentáculos. Un rostro angelical se puso delante del suyo y lo besó en los labios.
Le bajaron el pantalón, sintió algo frio, húmedo y un intenso olor a agua marina, a sal, a yodo. El frio de unas algas cayó sobre su pecho pero también había dos pechos de mujer casi blancos, turgentes.
Palpó una espalda, sintió la protuberancia de su joroba y se dio cuenta de que era la niña del hotel pero no actuaba como una niña sino como una mujer experta y deseosa de ser penetrada.
__ ¿Es un sueño?
__ Es un sueño.
__ ¿Estoy soñando entonces?
__ Entonces.
__ ¿Qué me pasa?
__ No te muevas y terminaremos rápido.

Se despertó en ropa interior, se sentía realmente bien, como si hubiera bebido un litro de café. Era cerca del mediodía, bajó a almorzar. La muchacha le sirvió un bistec casi crudo con puré de papas y jugo de manzanas.
No recordaba si había soñado pero si sentía que de haberlo hecho estaba relacionado con la joven, una suerte de culpa lo cubrió. Ella tenía un vestido verde con margaritas estampadas. Se alejó rengueando, antes de meterse en la cocina dio la vuelta y lo miró con un dejo de tristeza.

Solo le quedaban veinticuatro horas para sobrevivir a ese raro pueblo de Greenville. Salió a la calle para bajar la comida, se sentía satisfecho pese a que el bistec estaba demasiado crudo y el puré no tenía sal, además el jugo de manzana era demasiado amargo. Después de todo su almuerzo estaba acorde al obtuso paisaje que se desplegaba ante sus ojos asombrados.

Se quitó los lentes y los limpió con un pañuelo. Delante de él había una calle principal, si se podía llamar así, más allá una plaza cubierta de malezas con aquel monumento que horas antes le había sobrecogido.
Poco a poco al sentir una suerte de brisa con aire marino comenzó a recordar a una mujer encima. Los tentáculos, los jadeos y su eyaculación.

Continuará.

El Retorno de Yith 1

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El retorno de Yith
Por: Darío Valle Risoto

Se durmió profundamente en el viaje de Boston a Portland, varias horas de trabajo en la oficina preparando la junta del consejo editor y el traqueteo del tren rumbo al norte lo dejaron fuera de combate.

Cuando se despertó estaba amaneciendo y el paisaje era tan desolador como hermoso. Y más desolador fue cuando el guarda le informó que habían dejado Portland hacía cuarenta minutos y la próxima estación era Greenville en alguna parte de los ignotos paisajes de Maine.

No podía creer que se haya pasado de su destino pero era así. se llamó a la calma tratando de encontrar una forma de volver el camino rumbo a Portland para encabezar la junta como representante de la filial de Boston de la Prensa Libre del este.

Intentaría rentar un automóvil en Greenville si no encontraba un tren que lo devuelva a su destino. El guarda le había dado pocas esperanzas mientras masticaba su tabaco y lo miraba de arriba abajo con cierto rictus de lástima, como quien mira a un cachorrito a punto de morir.

Pagó la diferencia del pasaje, eran solamente quince dólares, no le importaba pero si le importaba perder la junta y por lo tanto seguramente su trabajo, lo que no era nada bueno en los tiempos que corrían.

Afuera las colinas oscuras se iban tiñendo de los lamidos anaranjados y el sol era surrealista. Vio lejanas cabañas de madera y las siluetas grises de algunas personas tanto como de vacas flacas y bandadas de pájaros negros arremolinados sobre el esqueleto de una vieja abadía.

Al llegar a Greenville fue el único en bajar del tren que apenas se quedó unos diez minutos para dejar una exigua bolsa de correos y llevarse otra igual de delgada. El mozo de la estación, un hombre de flacura cadavérica, le señaló las oficinas.

Las maderas cochambrosas del piso de la oficina de la estación de Greenville chirriaron bajo sus zapatos bien lustrados. Un hombre obeso que revisaba una carpeta levantó sus ojos, ojos saltones como los de un sapo y le observó inexpresivo, contestando a sus buenos días con una respuesta ininteligible.

Le dijo para su asombro que el tren pasaba solamente una vez a la semana por esa estación y que tuvo la mala suerte de tomar justo uno de ellos al pasarse de Portland, le informó a su vez que no se rentaban autos y que había un solo hotel en el pueblo que de seguro tendría habitación para un caballero como él. Sonrió al decir esto último y mirando al mozo flaco que entraba cargando el saco del correo ambos comenzaron a reírse estentóreamente.

Paul se retiró de muy mal humor. Afuera ya era de día aunque cualquiera diría que por esos parajes era difícil determinar si el sol era eso que con la débil claridad del entorno podrían ser suficiente para llamarle día a las siete de la mañana con un frío húmedo que comenzó a calarle los huesos.

Se rascó sus cabellos pelirrojos y se afinó el bigote con un gesto mecánico, delante de él un camino de piedras negras con un cartel que indicaba la dirección al pueblo no era muy alentador pero caminó resuelto en tratar de encontrar una forma de regresar a Portland lo antes posible.

Un niño estaba parado junto a una barda que alguna vez fue blanca, jugaba con algo retorcido en un palo, cuando pasó caminando comprobó que ese extraño niño vestido con un overol manchado de tierra tenía una serpiente enroscada allí. Le saludó e indicó que tenga precaución, el niño con ojos estrábicos y rostro aplanado tomó la serpiente y la puso en su boca masticándola viva.

Paul se quedó un minuto tieso pero retomó el camino. Seguro el fulgor extraño de la mañana con esa rara niebla que se levantaba del piso le jugaba malas pasadas a la vista de algo que de seguro era más normal de lo que parecía. Probablemente no fuera una serpiente sino una planta o algo así.

El pueblo era pequeño, una centena de viejos edificios de madera al mejor estilo de los pueblos fundadores de América, una plaza ennegrecida con un monumento de extrañas formas, una especie de personaje vistiendo una capucha y un bastón en su mano derecha con la cabeza de algo difícil de determinar pero con cierta familiaridad con un pez.

El hotel se llamaba: Davenport, era el edificio más grande. Una altura de cuatro pisos, cortinas amarillentas y faroles que aún permanecían prendidos pese a que se suponía que era de día. Entró y el salón estaba desierto, cuando tocó la campanilla del mostrador se sorprendió cuando una joven de unos quince años y de rostro pecoso e infantil salió a recibirlo.

Paul se presentó y le contó brevemente lo de su accidente, de quedarse dormido y por lo tanto terminar allí, ella quiso sonreírle pero le fue imposible, le dijo que podría quizás alquilarle el automóvil de su abuelo que ya no estaba en condiciones de manejar pero que hacía dos años que no se ponía en marcha. Paul casi salta el mostrador y la besa pero prefirió sonreírle. Le dijo que era la primera persona hermosa que veía desde que había bajado del tren pero cuando la muchacha subió a mostrarle su habitación vio que tenía una renguera pronunciada y una leve joroba adornaba su delgada espalda.

Subieron en silencio, le dio una jugosa propina pero cuando vio su habitación comenzó a sentir el ahogo que sobreviene a los que aterrados se quedan sin aire. Nada conjugaba algo interesante para los viajeros, las paredes tenían el empapelado roto y manchado de humedad, la lámpara iluminaba mal y la cama era muy poco cómoda aunque no había pedido el cuarto para dormir sino para asearse.

Costó para que el agua de la vieja ducha saliera con una transparencia aceptable y se bañó con el agua casi fría, no podía esperar a que el viejo calentador demorara más, aún y pese a todo tras darse un baño sintió que la sangre le volvía a las venas.

Cuando abrió la valija para cambiarse no pudo evitar sentir pena por la chica, quien sabe qué vida tenía en ese hotel de mala muerte y en un pueblo que solamente podía despertar escalofríos.

Se sentó en la cama para atarse los zapatos y al mirar al techo sintió un leve mareo y volvió a quedarse dormido mientras una especie de abotargamiento se ceñía sobre sus sentidos y antes de perder la conciencia reparó en un reloj de pared que tenía una especie de ronroneo extraño en su interior.

Continuará.

Un Pueblo Abandonado

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Un pueblo abandonado
Por: Darío Valle Risoto

Un coche tirado por dos yeguas casi blancas recorría el angosto camino de tierra entre los cerros intentando llegar a otro pueblo, al pescante iba un viejo hombre flaco que fumaba un tabaco negro y de poderoso aroma. Era un carro del tipo “Gitano” con una construcción con techo que servía de hogar al hombre y algo más.

Caía la tarde y los eucaliptos gigantescos adelantaban las sombras de la noche, “sus muchachos” como él los llamaba al sobrevenir las horas oscuras se ponían nerviosos dentro del sobre techo del carro.

Se detuvo antes de vadear el cerro porque no quería levantar la perdiz, cuando el último rayo de sol se escondió en el horizonte abrió la puerta del entretecho y salieron los murciélagos volando rumbo al pueblo más cercano que según el rotoso mapa que sostenía el viejo se llamaba: Villa Temesio.

Soltó a las yeguas para que pasten y prendió un fuego para calentar el agua para hacerse un café del que comprobó solamente le quedaba para un par de días pero sabía bien que pronto haría unos pesos. El carro viejo y desvencijado tenía un cartel a cada lado que rezaba: “Romanellis el elixir que lo cura todo”.

Allá en el pueblo no advirtieron al principio la centena de murciélagos que se apostaron en torno al campanario de la vieja iglesia, algunos con sus chirridos hicieron que desde los montes comenzaran a llegar los de su especie hasta formar conglomerados de alas negras en varios edificios.

El cura se despertó tarde de la siesta y se enojó con Santiago que dormía desnudo a su lado, el muchacho tenía una espalda ancha y perfecta, el viejo sacerdote le besó una nalga antes de levantarse para vestir su sotana, luego calentó agua para el mate. El muchacho se despertó y tomó sus calzoncillos que descansaban sobre la Biblia.

Rosaura abrió el quilombo, las otras dos muchachas entraron a las risas porque una de ellas había roto un taco de sus botas tratando de alcanzar a una gallina que espantada corrió calle abajo. Hubieran hecho una buena sopa si la atrapaba. Dentro de la vieja casa que antes fue una pensión había olor a creolina y humedad.

El comisario fue el primero en darse cuenta de que esa noche no era una noche normal porque antes de salir de la comisaría para tomarse una grapita vio una nube densa y negra despegada de la noche de luna que caía sobre toda construcción, persona y animal de la comarca.

Cientos de murciélagos en pocos minutos hicieron suyo el pueblo que entró en pánico con gente que se encerraba en el mejor de los casos pero quienes eran tomados por sorpresa en las angostas veredas o calles de tierra eran presas del pánico al ser arañados o azotados por esos demonios con alas.

Santiago salió luego de despedirse del padre Alfredo con un beso en los labios pero debió entrar cuando uno de estos rapaces casi le quita un ojo arañándole la cara. Rosaura mató a un par que se colaron en el quilombo y Gladis sufrió un ataque de pánico que mereció dos cachetadas de la negrita Alicia.

A la mañana siguiente los destrozos eran evidentes y seguían allí en los lugares más oscuros de villa Temesio estos bichos asquerosos y voladores. La gente lo supo y nadie pudo adelantar una solución hasta que el comisario aconsejó mantenerse adentro mientras el y su único subalterno prendían algunas fogatas con ramas frescas para que el humo les espante.

Tres días después el viejo consideró que la gente ya había sufrido bastante terror como para ir con su carro a ofrecerles algo de ayuda pero cuando llegó al pueblo lo encontró vacío y solamente sus amigos estaban allí negritos, con sus alas de cuero triunfantes y sin un ser humano a la vista.

__¡Que carajos!

Pero no le fue difícil detectar que los trescientos y pico de habitantes del pequeño pueblo se habían ido del lugar cargando lo que pudieran hacia el oeste tal vez hacia el Villa Crispina o hasta la misma capital si el miedo continuaba. Así que alentando a sus yeguas enfiló en ese camino y a dos kilómetros dio con la columna de desorientados hombres, mujeres y niños que marchaban con el cura y el comisario a la cabeza.

Rosaura la puta fue la única que desconfió del viejo con ese elixir maravilloso que prometía sacarles a esos bichos endemoniados solamente con echar unas gotas en cada esquina de las casas y esperar que sus efluvios espanten para siempre a estos vehículos del pecado y la desidia.

Porque Rosaura tenía experiencia en viejos mentirosos que prometen todo y no dan más que palabras bonitas o promesas inalcanzables de casamiento y redención a cada mujer que les alquila su amor.
Pero a la gente le gusta creer y desesperada cree en cualquier cosa, así que el viejo vendió veinticuatro botellas de “Romanellis” a cuatro pesos cada una y se forró y hasta el cura le dio las gracias mientras observaba de reojo a Santiaguito con su bello rostro arañado por esas musarañas del demonio.

Aún así prefirieron que fueran el comisario y su ayudante junto con el viejo a volcar tal como la receta lo informaba algunas gotas en cada esquina de cada casa del pequeño pueblo y: Milagro. Los murciélagos unos minutos después se fueron por donde vinieron.

Dada la noticia la gente regresó al pueblo mientras el anciano visto como un héroe escondía en su gastada casaca el producto de tal evasión de batracios: nada menos que un silbato especial con que tenía adiestrados a los líderes de sus amigos alados, era cosa de instantes que los demás les siguieran de regreso al carro que era su hogar.

Mientras todo volvía a su cauce habitual aunque hubo que limpiar los deshechos de los bichos y prender algunos inciensos para sacar el olor la gente estaba agradecida y contenta porque había llegado este providencial salvador. Solamente Rosaura la dueña del quilombo “Los Yuyos” sospechaba algo raro.

El cura volvió a dormir con su amante y el comisario a tomar mate tranquilo escuchando el futbol en la radio con los relatos de Solé.

Cuando el anciano regresó allí estaban como esperándolo sus amigos, no era necesario contarlos, siempre eran un poco más de cien aunque no era raro que alguno de sus colegas se quedaran con ellos en el jaulón improvisado debajo del techo del carro vivienda del hombre.

Les dio semillas para que coman y se sentó a contar la plata, pero quiso la cosa que el tipo sintiera un doloroso y punzante dolor en el brazo izquierdo para morirse de un ataque cardiaco en medio del bosque.

Las yeguas seguían pastando inocentes de que habían perdido a su anciano amo pero no los ojitos brillantes y negros de ciento treinta y cuatro murciélagos machos y hembras que observaron el hecho con cierta tristeza.

A la madrugada siguiente poco antes de que saliera el sol el cura abrió las ventana para ventilar el cuarto mientras Santiago se ponía sus calzoncillos y fue entonces cuando el padre vio algo que lo dejó mudo por varios días: una nube de murciélagos muy densa avanzaba por la avenida principal sosteniendo un bulto oscuro sobre ellos lo que desde todos los puntos de vista era imposible pero estaba pasando.

Y mientras esa extraña procesión recorría la avenida todas las personas salieron de sus casas para ser los espectadores de la enorme tristeza de cientos de bichitos alados que sosteniendo el cuerpo del anciano lo llevaban trabajosamente a un metro de altura volando hasta el cementerio del pueblo.

El cura se persignó, Santiaguito se desmayó, el comisario fue a tomarse una grapa doble y Rosaura mirando a la negrita Alicia y a Gladis que estaba prontita a sufrir otro ataque de pánico les dijo: __¡Yo sabía que esto era joda!

Y cuando los cientos de murciélagos depositaron el cadáver del viejo sobre la entrada del cementerio se quedaron allí con sus terroríficos chirridos como en oscura procesión infernal esperando que lo entierren y así lo hicieron algunos valientes de la comarca esperando sobretodo que luego volvieran por donde habían venido.

Pero jamás se fueron, en cambio vinieron más y más y la gente se tuvo que ir de allí esta vez para siempre y de nada sirvió que vaciaran las botellas del elixir maravilloso ni que rezaran o lanzaran piedras y puteadas a estos pajarillos negros que eligieron permanecer como en eterno agradecimiento por su amo desaparecido.

Todos se fueron a otros pueblos: Rosaura entró a trabajar de maestra en una escuela rural, el cura desapareció con su amante Santiaguito y al comisario lo encontraron ahogado tras caerse borracho de un puente.

Gladis y la negrita Alicia siguen ejerciendo el sano oficio de alegrarles la vida a los peones de campo y algunos vendedores ambulantes pero siempre evitan atender a los que venden remedios para todo.

FIN

PD: Cuento escrito para el taller de escritura «Entre Líneas» con la consigna: escribir algo sobre pueblos o ciudades abandonadas. Escrito con ideas en colaboración de Paula Labella y Virginia Gutiérrez que aportaron algunas situaciones y personajes.

Aquella tumba sin nombre (Cuento)

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Aquella Tumba sin Nombre
Por: Darío Valle Risoto

Clarita se puso a llorar y nos arruinó la tarde. ¿Para que la trajiste? Le preguntamos a coro a su hermano Adrián y este se encogió de hombros pero todos sabíamos que la única forma de que sus sobre protectores padres los dejaran jugar con nosotros en el fondo de la iglesia era juntos.

Se la llevó lanzando mocos por el camino entre las últimas lozas del viejo cementerio, la tarde era gris y plomiza, al otro lado de la calle estaba el complejo de viviendas “Belle Rouge” y a nuestra derecha la carretera a “Kirk Town”.

Lucas me miró, su hermano me pidió un chicle, le di el último y el gordito me sonrió con sus cachetes pecosos. Yo sabía que siempre terminaba siendo el líder de todos los juegos y que con apenas once años era lo suficientemente maduro como para proponer ese tipo de aventuras que terminarían siendo cuentos para llevar a la escuela los lunes.

__¡Vamos al club!. __Les dije y el rostro de Marcel el hermano de Lucas se puso lívido, el siempre tenía mucho más miedo que el resto de nosotros fuera lo que fuera, quizás porque si algún monstruo pensaba almorzarnos seguro comenzaba por el más rollizo, en conclusión: Él.

__Se hace tarde y mamá se va a enojar. __Le dijo a Lucas mirándome a mí y luego en dirección entre las lápidas a “ese lugar”.
__ Nos vamos Peter, es tarde, perdónanos. __Me dijo Lucas y bajó el rostro como si hubieran cometido un imperdonable pecado.

Peter soy yo, un chico de once años, el más pobre de la escuela y una especie de protector de todos los niños que le temen a Randy Thomson o quieren comprar botellitas rellenas de licor en la tienda de Algorta. Trabajo casi todo el día en el taller de mi tío Farmus Callahan donde vivo, nunca conocí a mis padres ni me hubiera interesado conocer a ese par de perdedores.

Se fueron débiles y cansados de jugar por el mismo camino que Adrián y su hermana Clarita, un grupo de nubes negras sobre las sobrecargadas grises presagiaban la inminente lluvia y un halo de viento frío me hizo abrazarme a mi mismo tratando de calentar mis brazos desnudos.

Por el camino principal, a unos metros de la estatua del santo decapitado encontramos cierta vez una cripta que tenía la puerta oxidada y vieja, armados de valor bajamos en aquella ocasión Sixto y Yo y luego de hacernos de improvisadas antorchas descubrimos que era lo suficiente espaciosa e interesante como para limpiarla y hacer en ese lugar una especie de club de juegos.

__Nuestro club secreto. __Había dicho Sixto negro y casi invisible en la bruma del humo de las antorchas mientras el olor ácido de lo viejo nos cubría de sensaciones extrañas y nos obligaba a toser.

Lamentablemente ya no vivía en Kirk Town, el desempleo lo habían devuelto a él y sus once hermanos a Alabama. Cuando le mencioné al Ku Klux Klan creo que le arruiné el viaje, pero no me gustaba nada la idea que esos locos con sábanas lastimaran a mi más grande amigo. Obvio que Sixto era el sexto de esa docena de negritos.

Me había dejado su resortera, una fuerte honda de madera noble y casi tan oscura como su piel, dos cómics manoseados del capitán América y otro de Historias de la Cripta que les solíamos leer a Lucas, a Adrián y sobre todo a Marcel, el hermano pequeño del primero que indefectiblemente se meaba de terror.

La cripta tenía una estrecha escalera de ocho escalones bastante altos, siempre me preguntaba como diablos bajaban los cajones en tan poco espacio, luego tenía un amplio espacio de unos tres metros por tres con una especie de estanterías al fondo donde descansaban seis ataúdes, cuatro de ellos estaban totalmente destrozados y las maderas podridas con restos de huesos se desparramaban sobre las baldosas grises. La total ausencia de artilugios cristianos como cruces o imágenes era lo que más le había llamado la atención a Sixto.

Prendí la lámpara de aceite que le había robado hacía un par de meses a mi tío y arrimando el cajón que usaba de asiento a otro que tenía por mesa me dispuse a leer por millonésima vez: “El Tesoro Nazi”, una aventura narrada por Stal Lee con dibujos de un tal Jack Kirby con el capitán América destrozando un complot de la SS para invadir Nueva York con gárgolas de tres metros.

En el silencio absoluto de la cripta solía ponerme a pensar en cosas que nunca pensaba “arriba” o “afuera”, en cosas tortuosas y difíciles de comprender para un joven como yo obligado a madurar quizás antes de su tiempo. La resortera “de Sixto” y tres piedras descansaban a mi lado como si fueran el arma de un pistolero del oeste presto a jugar al poker con fantasmas invisibles. Frío, miedo y soledad se llamaban ellos.

De los seis cajones que había en la cripta solo quedaban dos, prácticamente solo Sixto había quitado los otros cuatro que el tiempo había destrozado, no sé cómo tenía el valor para barrer tanta inmundicia pero en un par de días lo había hecho tirándolo todo en el osario junto a la iglesia pero del lado de atrás.

El negro transpiraba mientras me alcanzaba las bolsas que olían como el carajo y que yo vaciaba en el pozo de huesos sin mirar que contenían, con respirar esa mierda ya era más que suficiente. Finalmente solo quedaron dos cajones, dos ataúdes negros, uno en el primer lugar y otro en el quinto. Sixto no quiso sacarlos, se persignaba varias veces al mirarlos, era como su salvoconducto para sentir que tomar la cripta como nuestro club era posible de ser.

Comí un emparedado de atún que había guardado en mi sucio morral, junto a este encontré un pañuelo bordado que me había regalado aquella niña en la escuela, no recordaba su nombre, era pelirroja y bonita y me había regalado justo a mi su…
Un ruido seco.

Un ruido seco como de algo que rasca la madera me puso todos los pelillos de la nuca en alerta y me hizo automáticamente tomar la resortera con la firme convicción de que no estaba solo. Una rata, es una rata, no puede ser otra cosa que una rata o tal vez los escarabajos, solo esos pueden ser, los fantasmas no existen y yo me cago en dios. Me repetía para sentirme más seguro pero ya me temblaban las piernas.

Algo en el primer ataúd rascaba la madera, algo desde dentro y yo paralizado de terror no podía correr a la escalera y el maldito farol a keroseno que comenzaba a mostrar una rara sombra en la pared que no era otro que yo mismo agigantado por una pavorosa angustia.

Entonces el cajón explotó, estalló en pedazos y un hombre pálido y alto, como de dos metros salió de él. Impecablemente vestido con traje negro y capa forrada de sedas rojas me miró con sus ojos punzantes y me dijo: __Yo soy el vampiro.

FIN