Aquellas Zafras de la imprenta
Por: Darío Valle Risoto
La primera sirena sonaba a las seis y veinte y la segunda a las seis y media para dar el último aviso de entrar a trabajar.
Entré en 1982, cuando la dictadura daba sus últimos estertores pero quizás aún este servidor no había llegado a comprender que hay diversas formas de someter a los hombres y no solo bajo gobiernos cívico-militares.
Los talleres estaban dentro de un gigantesco edificio edificado especialmente para albergar una de los talleres gráficos más grandes del país con capacidad para tener trabajando a varios cientos de obreros dentro de sus tres secciones sin contar los depósitos ni las oficinas.
Tenía diecinueve años y la experiencia de haber trabajado en una pequeña fábrica de carteras casi familiar, por lo que en mi primer día me impactó ver en la encuadernación un enorme movimiento, ruido de máquinas y voces de los empleados que como yo temporales entrábamos a producir para la época de zafra principalmente miles de cuadernos escolares.
En aquel momento tuve la equivocada convicción de que no iba a durar mucho, pero al terminar la zafra quedé efectivo, quizás porque rápidamente aprendí a manejarme en algunas tareas como la máquina de engrampar automática y ser buen ayudante tanto de cortadores como de la máquina de doblar la que a la postre sería donde terminaría siendo oficial durante varios años.
Desafortunadamente los talleres Barreiro y Ramos eran un lugar donde había un ambiente de trabajo signado por un montón de absurdos reglamentos que iban: desde marcar una tarjeta de producción que incluía un máximo de quince minutos diarios “de baño” hasta ser sometidos al arbitrio de tres supervisores más preocupados de que la gente trabaje incómoda que de que se produzca con eficiencia y calidad.
Lo único bueno que los trece años que me tuvieron dentro de esos recintos trabajando en prácticamente todas las máquinas de encuadernación pero siempre al mísero sueldo de la categoría tres, fueron dos compañeros que conocí allí: el primero fue Eduardo Romero, gran anarquista y quien me enseñó todo lo que ahora me lleva a escribir sobre este período de mi vida y el otro fue: Juan Torradefló, un personaje fabuloso que me instruyó en la épica del rock con todo lo que esto ha significado y significa en mi vida. Con Juan fuimos grandes amigos y con Eduardo tuvimos más una relación de compañerismo en el trabajo más por el lado sindical lo que no evitó que fuéramos fuera de esos recintos también amigos aunque no tan cercanos como lo fuimos con Juan.
El resto del personal tenía como en todos lados a todo tipo de personas y con el correr de los años si bien siempre me llevé bien con casi todo el mundo, rápidamente comencé a darme cuenta de que a veces los propios obreros son los artífices de su propia explotación, permitiendo se los destrate a cambio de promesas constantes o de una mejora salarial que indefectiblemente nunca llega o sirve para sacarlos de la pobreza económica o de su miseria intelectual.
Así sin proponérmelo me volví un escéptico anarquista, ateo y amante del heavy metal que desde la muerte de mi padre en 1983 quedé al frente de mi casa y tratando de “apechugar” contra una situación económica que recién llegó a mejorar un poco después de que renuncié para irme a otra imprenta en 1994 a ganar mucho más y donde por primera vez en mi vida trabajé cómodo, aunque en ese caso el mal ambiente de trabajo no venía de la patronal sino de algunos compañeros realmente miserables como personas. Pero eso será otra historia.
La zafra iba prácticamente desde noviembre a marzo con algunas pequeñas diferencias, principalmente se fabricaban miles de cuadernos para la escuela, cuadernolas universitarias y los eternos libros del Banco de Seguros del Estado que me tocó doblar en mi máquina durante varios años. Pensemos que era unos ochenta mil ejemplares de un libro de diez pliegos por lo que había que trabajar tres turnos en la máquina de doblar siempre con la exigencia de más y más producción.
A poco de quedar a cargo de la dobladora me percato que mi sueldo estaba más sumergido que el de muchas otras tareas por un error en la evaluación hecha sobre estas muchos años antes, así que mi categoría era la tres mientras que por ejemplo un compañero en otras tareas menores cobraba la cinco.
Lo peor de esto es que nunca me iban a aumentar por encima de mi categoría ya que alrededor del año 86 ya me habían calificado como un “sindicalista”, “agitador” y quien sabe que bellezas más y todo porque en las asambleas solía tomar la palabra y militaba con regularidad en el sindicato gráfico. Todo dicho, más realistas que el rey creo que me veían como una especie de: “Che Guevara” y eso probablemente porque había gente que le chismeaba a los supervisores una sarta de estupideces sobre mi que hoy día me llenan solamente de orgullo.
Y si bien siempre fui una persona educada, desde un principio me di cuenta de que los mandos medios son una verdadera mierda y que si estos trabajan para patrones que los mantienen en sus puestos, por algo será por más que algunos ingenuos creían que los patrones estaban ajenos a esto. De esta manera como mi situación económica era muy endeble y porque afortunadamente podía ir a estudiar de noche me mantuve trabajando allí con el pleno conocimiento de que estaba rodeado de gente extraña a mis convicciones tanto de un lado como del otro del mostrador.
Eduardo fue delegado suplente durante todos los años en que trabajamos juntos, recuerdo montones de situaciones yendo al sindicato, verlo en pleno invierno gastando plata de su propio sueldo para colaborar con una olla sindical o yéndose desde la teja al sindicato a pie por negarse a pedir dinero para el boleto. Eduardo era un libertario de verdad que se dolía y mucho de ver cuando los compañeros eran unos alcahuetes con los jefes, como aquella flaca estúpida que salió del taller para felicitar al patrón porque había cambiado el auto.
Hubo cientos de situaciones que me hicieron reflexionar sobre la proverbial miseria de los obreros que carecen de conciencia por más que de la boca para afuera defiendan supuestamente pensamientos de izquierda. Hubo un oficial cortador de guillotina que cobraba suculentos sobre sueldos por súper producción todos los meses y el tipo era socialista. Hasta que un día le dije que el explotaba a los ayudantes haciéndoles correr como locos para cobrar más dinero y estos recibían un salario mínimo.
¿Y se creía socialista? Desde luego que casi me pega una piña y el tipo era enorme, nunca más me pusieron a ayudarlo por esto y porque curiosamente cuando yo le ayudaba el tipo no podía producir tanto ya que este servidor se volvía sorprendentemente lento.
Con Juan en cambio nuestra amistad giraba en torno a la música y mejor afuera del taller, porque adentro discrepábamos mucho con el tema laboral sobretodo porque el trabajaba en una sección llamada “Valores” (Se imprimían chequeras, etc) donde entraban solo los acomodados que metía algún jefe o supervisor y resultaba de esto una pequeña élite de casi “empleados públicos” que en cierto conflicto casi convencen de no parar porque su trabajo era: “Esencial” por lo que me vi exigido de hacerlo público en una asamblea general del sindicato con las consiguientes amenazas de “cagarme a piñas” de uno de sus colegas que también se creía socialista y casi se vende por unos pesos de porquería.
Todos los años seguían entrando decenas de compañeros solamente por tres meses, y siempre tanto Eduardo como un servidor nos hacíamos amigos de los nuevos, tratábamos de hacerles las tareas más fáciles y de combatir ese estúpido concepto de: “Pagar derecho de piso” con esa abominable costumbre de complicarles la vida a los novatos de algunos imbéciles de poca memoria porque alguna vez ellos también fueron nuevos y torpes.
Esto traía aparejado que los supervisores les pidieran a los nuevos que no se juntaran con nosotros y siempre sucedía todo lo contrario al punto de que a la hora del descanso siempre terminábamos comiendo tanto Eduardo como yo rodeados de un montón de pibes que se mataban de la risa de nuestros chistes y anécdotas.
Y lo primero que les decíamos era que no creyeran que iban a quedar efectivos todos, que era duro pero era cierto y que las promesas de aumento de sueldo y efectividad eran una verdadera mierda, lamentablemente los pocos que no nos creían lo comprobaban cuando expiraba su contrato y se quedaban en la calle después de agachar el lomo todo un verano muchas veces doce horas de lunes a sábado y yendo los domingos también.
¿De que sirvió todo esto?
Los talleres Barreiro y Ramos se terminaron cerrando por el año noventa y ocho más o menos, yo ya no estaba allá pero como vivía a la vuelta más o menos seguí de cerca todo el tema de cómo dejaron en la calle a más de ochenta personas y sin siquiera el merecido despido que la mayoría cobraron al 50% unos años después.
¿De que sirvió pasarse veranos enteros trabajando de sol a sol?
Las empresas se funden pero no los empresarios, los trabajadores siguen siendo trabajadores y habrán de buscarse otro explotador para seguir sobre viviendo mientras estos señores se reciclan constantemente en nuevas empresas y siempre se quejan de los sindicatos.
A todo esto tengo la satisfacción que recordé siempre lo que decía mi padre: “Hay que trabajar para vivir y no vivir para trabajar” por lo que pronto dejé de hacer extras en los talleres Barreiro y mi limité a vivir con ese sueldo miserable de la mejor forma posible pero disfrutando de mi tiempo libre para estudiar o para rascarme y no me arrepiento. Aún tengo el hermoso recuerdo de salir en verano a las catorce y treinta e irnos a la playa con Eduardo mientras la mayoría del plantel se quedaba haciendo extras y eso no tiene precio.
Lamentablemente Eduardo Y Juan fallecieron hace años, fueron dos personas fundamentales en mi vida y a ellos está dedicado este humilde artículo.