El último cine
Por: Darío Valle Risoto
El olor a cuero de las butacas competía con el aroma poco generoso de la sala que nunca estaba del todo limpia del cine de nuestro barrio. Éramos niños y ávidos de enormes aventuras que la gigantesca pantalla nos donaba generosamente para beneplácito de nuestras almas de niños y ambiciones de pequeños dioses.
Teníamos frente a nosotros la clave para viajar en el tiempo y el espacio, aprender historia, mitología, artes y letras y también del amor y del odio que los hombres se comparten y reparten.
Cada protagonista era nuestro padre o hermano, cada villano el enemigo a abatir, la oscuridad de la sala era como volver al ceno de nuestra madre al abrigo de todos los males de este mundo que solamente podíamos evitar tapándonos los ojos con las manos o bajando la cabeza para no ver la escena donde el héroe muere o se queda sin su amada, felizmente en aquellos tiempos casi todos los finales eran felices.
Salíamos excitados repitiendo diálogos y escenas de arrojo y valentía, la segunda guerra mundial era un juego, los westerns una invitación para tener duelos en el patio de la escuela y las películas de terror la fuente de nuestras pesadillas. Aún así queríamos ver de nuevo al hombre lobo y al caballero negro o soñábamos con vivir en el bosque de Sherwood o combatir en el fabuloso circo romano.
Entrar al cine era como ingresar en un vórtice espacio temporal donde las horas eran segundos y todo era posible tanto soñarnos junto a John Wayne al caer el sol o besando a Mirna Loy en pleno Manhattan. Entre tantos rostros así en technicolor como en blanco y negro nos volvimos parte de un mundo de celuloide que pasó a ser el centro de nuestras vidas aún más que la familia o la escuela.
Volvíamos a ver una y otra vez a los doce del patíbulo, a los siete magníficos, los cañones de Navarone y por supuesto: Frankenstein, la novia de Frankenstein y Drácula tanto con Bela Lugosi como con el más moderno y a colores: Christopher Lee.
Aguantábamos las ganas de orinar hasta que casi nos explotaba la vejiga y corríamos al baño bajando las escaleras de dos en dos para no perdernos mucho de las películas y volvíamos corriendo en la oscuridad bajo el constante chisteo del público a retomar la historia, esos pocos minutos en que salíamos al mundo real eran una tortura terrible. Si íbamos acompañados le preguntábamos al que había quedado que había pasado si había muerto alguien, si la había besado, etc.
Los fines de semana la matinée comenzaba a las diez de la mañana, llevábamos biscochos y salíamos a eso las dos de la tarde si no era que enganchábamos con otras tres películas diferentes y más para adultos a partir de esa hora, cierta vez salimos para el cine a las diez de la mañana y regresamos catorce horas y nueve películas después a casa con la consiguiente paliza de nuestras madres por la osadía. Igual estábamos satisfechos.
En el patio del conventillo jugábamos a los Rangers de Texas, al planeta de los simios o al laboratorio de algún científico loco, no nos gustaban los musicales ni las películas de amor pero a veces con estas últimas comenzábamos a notar que nos despertaban cierta sensaciones nuevas que a eso de los doce años nacían poderosas. Isabel Sarli fue una de las culpables de largas noches de insomnio ya no por el hombre lobo sino por algo más.
Pasado el tiempo la televisión hizo que el cine fuera perdiendo terreno, en casa teníamos la posibilidad de ver algunas de aquellas viejas películas nuevamente pero no era lo mismo, el cine tenía aquella magia insustituible de atraparnos en cuerpo y alma dentro de la oscuridad y despedirnos hacia dimensiones que aún en el más confortable de los hogares no era posible igualar. Detrás de las gruesas cortinas estaba el corredor de piso de madera flanqueado por las butacas y allá adelante el puerto de lanzamiento de todos nuestros sueños con la inmortalidad de un James Dean y la eternitud de Marilyn Monroe, la fabulosa prestancia de Katherine Hepburn y la presencia de Gary Cooper, la televisión no estaba ni cerca de aquello.
Finalmente los cines de barrio fueron cerrando y fueron invadidos por alienígenas descerebrados que quitan demonios allí donde todo era más increíble que sus sueños bíblicos y más realista que sus mitologías de dioses y profetas. Jesucristo Superstar le dio terreno al pastor de hoy día y el laboratorio de Frankenstein fue sustituido por un estacionamiento, donde antes soñábamos a raudales hoy un triste supermercado vende porquerías pero todos carecen de aquella cosa increíble que tuvimos el privilegio de vivir pasando largas horas en la oscuridad para tratar de sobrellevar la luz de un mundo corrompido por la rutina.