A 42 años de la detención y desaparición forzada de Héctor G. Oesterheld compartimos un testimonio de Eduardo Arias, preso político, una de las últimas personas que lo vio vivo:
«En noviembre de 1977 fui secuestrado y permanecí desaparecido hasta enero del 78. Todo ese tiempo estuve en un chupadero (prisión clandestina) situado en el Camino de Cintura y avenida Richieri. Hoy funciona allí un campo de salto a caballo de la Policía de la provincia. Cuando llegué, Oesterheld estaba hacía ya tiempo.
Su estado era terrible. Permanecimos juntos mucho tiempo. Nos encadenaron espalda contra espalda. Estábamos ambos prácticamente desnudos. El sólo tenia un pantalón, yo un calzoncillo. Las cabezas cubiertas por capuchas. Oesterheld -como yo y como todos los que estábamos allí- fuimos torturados salvajemente. El unía a ese tormento su dolor ante la suerte de tres de sus hijas, que también habían sufrido secuestro. La cuarta era buscada junto con el marido y esa búsqueda motivaba, por lo que yo pude presumir, la captura de Héctor.
Durante las largas horas que permanecimos en aquella inmovilidad forzosa, nos ayudábamos para poder descansar un poco, tirados en el suelo, o acomodando nuestras cadenas para aliviar un poco el dolor, entre interrogatorio e interrogatorio.
Al principio no me di cuenta de que era él. Lo descubrí cuando se levantó la capucha y pude ver su cara: era ni más ni menos Ernie Píke, cuyas aventuras yo leía desde chico. Claro que un Ernie Pike mucho más flaco.
Durante las pocas oportunidades en que no éramos vigilados, conversábamos en susurros. El me hablaba un poco de sus historietas, de su trabajo, y a veces jugábamos mentalmente al ajedrez, cantando las jugadas.
Uno de los momentos más terribles fue cuando trajeron al pequeño nieto de Héctor, de cinco años. Esa criatura fue recogida tras la captura y muerte de la cuarta hija y el yerno de Héctor y la llevaron a aquel infierno. Con nosotros había un pibe de unos 17 años que acostumbraba hacer figuritas con miga de pan. Al final todos le entregábamos la miga de nuestros panes. En Nochebuena, el viejo cantó con ese pibe la canción Fiesta de Serrat.
Chaplín murió cuando estábamos presos, el último día del ’77. Me enteré porque un guardia un poco más bueno me dejó ir al baño debido a una gran diarrea que tenía. Ahí afané unas hojas de diarios que había y me los llevé escondidas. Leyéndolas me enteré de la muerte de Chaplín y lo comenté. El viejo se conmovió. Dijo que quería mucho a Chaplín.
Uno de los recuerdos más inolvidables que conservo de Héctor se refiere a la Nochebuena de 1977. Los guardianes nos dieron permiso para quitamos las capuchas y. para fumar un cigarrillo. También nos permitieron hablar entre nosotros cinco minutos. Entonces Héctor dijo que por ser el más viejo de todos los presos, quería saludar uno por uno a los que allí estábamos. Nunca olvidaré aquel último apretón de manos. Héctor Oesterheld tenía unos sesenta años cuando sucedieron estos hechos. Su estado físico era muy, muy penoso. Ignoro cuál pudo haber sido su suerte. Yo fui liberado en enero de 1978. El permanecía en aquel lugar. Nunca más supe de él». (Revista Feriado Nacional 1983).
La ilustración es de Antonio Castiñeira.