
En la selva misionera
Por: Darío Valle Risoto
Le dijo a Fulgencio que fuera a ver a su mujer, no era bueno trabajar en la colina mientras ella estaba a punto de parir, pero el tipo era un viejo testarudo y se quiso quedar para seguir labrando la tierra. Cuando Benjamín llegó gritando todos entendieron que el consejo de Mauro era acertado.
Y bajaron corriendo y tropezando contra los troncos caídos, las ramas secas y las zonas desforestadas hasta la boca del río y se tiraron casi de cabeza en la canoa mientras Mauro sudando la gota gorda los vio desparecer remando nerviosos detrás de los árboles.
Comenzaba a llegar la noche y tampoco era bueno quedarse sin refugio Mauro les dijo a los muchachos que fueran a descansar porque al día siguiente debían seguir arando la colina para intentar robarle más tierra fértil a la selva.
Mauro Rosedales prendió un tabaco negro que armó previamente dentro de una hoja de chala, entrecerró los ojos cuando un picor rojo le hizo lagrimear un poco, estaba sucio y su camisa más nueva estaba hecha gironés por culpa de los espinales a la derecha del camino.
Chucho y los otros perros se quedaron con él, nunca lo dejaban solo, eran como ángeles guardianes y les debía la vida de más de una manera, acarició al viejo y flaco perdiguero que entrecerró los ojos siempre tristes.
__ ¿La extrañas vos también?
El perro metió la cola entre las patas y lanzó un débil gemido, el sol iridiscente antes, ahora bostezaba detrás de las montañas enrojecidas y cubiertas de nieves lejanas.
A veces las nubes se parecían al pelo de Rosario o a su vestido y hasta a sus manos. Pero solo era el deseo de verla colgada de ese cielo que protegía el paraíso más salvaje de la Argentina.
Mauro miró desde la colina la medialuna del río por donde Fulgencio se había ido a recibir a su nuevo retoño seguramente con el corazón en la boca y a diosito en sus plegarias, ya había perdido tres hijos que nacieron demasiado débiles para vivir.
__ ¡Ojala que este sí hermano! Y que sea un varoncito fuerte como el padre.
Se descubrió hablando solo mientras bajaba cabizbajo por el lado este de la colina de espaldas al río, allí estaba una destartalada cabaña donde los muchachos sentados bajo el alero tomaban mate luego de asearse.
__ ¿Un amargo?
__ Gracias pero prefiero una caña. __ Dijo para desaparecer en su cuarto, sacó una botella sucia de “Caña Santoro” de una maleta raída y le besó el pico. Lanzó una exhalación y se miró al pedazo de espejo que colgaba del pequeño ropero. Allí se encontró con un viejo hombre cansado de cuarenta y tantos años, viudo y sin hijos.
Chucho era el único perro autorizado a entrar e hizo uso de su potestad yendo a tirarse a los pies del catre. Mauro le acarició el lomo y él se quedó quieto como para no desperdiciar los mimos.
__ ¿Vos también la extrañas?
Terminó el resto de la caña y un calor amargo le subió desde las tripas para anidarse junto a la tristeza resguardada en su cabeza despeinada.
Salió afuera y llenó una palangana con agua de la aljibe, luego se dio grandes manotazos para enjuagarse, la camisa hecha jirones no serviría de mucho al día siguiente.
Entró y encontró una vieja camiseta de cuando jugaba al Rugby en Buenos Aires, de cuando andaba limpio y no tenía la menor idea de lo que era la selva y mucho menos el amor.
¿Cuándo la conoció a Rosario?
Fue en esa casona de San Telmo cuando los Araoz lo invitaron al vernisage donde Armando Araoz iba a ser galardonado con un premio, una de esas cosas pitucas que no son para uno. __Dijo.
__ ¿Y se enamoró de usted? __Le volvió a preguntar Benjamín, de puro atrevido nomás.
El viejo siguió con la caña en una mano y acariciando al perro con la otra.
__ ¿Y qué te parece?, Se vino conmigo a esta selva a…
__ ¿A ser feliz?
__ Se supone que sí, quiero creer que sí. __Dijo y se secó una lágrima enorme con el dorso de la mano con que acariciaba a Chucho.
FIN